miércoles, 18 de diciembre de 2013
Muerte en el diván (y en el mundo)
Esa mañana la televisión avisó que era el fin del mundo. Que en el transcurso del día todo se iba a acabar y que nadie podría escapar. Cuando me enteré de eso, saludé a mi señora, a mis gatos, a mi perro, a mi pc, a mis comics, a mis luces y a mi inodoro y salí a tomarme el 24 a la esquina. No lo pensé. Y me fuí.
Si no hay escape, no hay amor. O eso pensaba.
Desde arriba del colectivo, ví una paloma muerta. Y una nena que la golpeaba con un palo. También ví unos nenes tirándose agua con una manguera en el medio de la vereda. Y un viejo leyendo el diario en la puerta de sus casa. Y unos tipos gritándose de auto a auto. Y negocios con gente hablando en la entrada. Y ranas. Vi tres ranas en todo el viaje. A mí me dolía la cabeza, pero igual me podía reír de esta gente... porque era el último día de la humanidad y ellos seguían haciendo lo mismo que todos los días. Seguro no se habían enterado. O eran unos miserables... ¿cómo podía ser que sin ningún tipo de presiones no decidieran hacer otra cosa con sus vidas que no fuera lo que hacían siempre?
Llegando a la casa de ella, no pude evitar pensar en lo que perdería, de una forma u otra. No quería perder nada, nunca quise. Siempre había sido un nenito de mamá, pero ese día tenía aún menos sentido pensar en las pérdidas. Toqué el timbre de su casa y me dí vuelta para mirar la calle. Y además de autos, vi ranas. Bastantes ranas saltando entre los autos. Y debajo de ellos.
Me abrió la puerta y me dió un beso en la mejilla, esquivando mi boca (que buscaba la suya). Me hizo pasar rápido, y cerró la puerta detrás de mí. Me dijo que la esperara en el living, ahí, donde tenía un televisor gigante y unos sillones que, según las leyendas, eran super cómodos (yo nunca lo había comprobado). Me senté, me tomé un migral para el dolor de cabeza, y le mandé un mensaje al único amigo que consideraba un amigo. Sé que le escribí para despedirme, pero no recuerdo las palabras exactas. Terminé y me limité a esperarla recostado sobre un costado del sillón. Muy cómodo.
Cuando volvió, parecía nerviosa. Me empezó a gritar cosas del novio y de un perro que tenía. La escuché. En realidad, pretendí escucharla... porque yo, ahí, estaba por una sola cosa.Y no era escuchar. A nadie. Pero la pude calmar. Me pidió que me quedara en la casa, que esperara al novio para charlar. Que no podía enfrentar esa situación sola. Le prometí que me iba a quedar. Le pregunté cuánto faltaba para que volviera el novio y me contestó que llegaba en 2 horas. Y yo no quería escuchar mas nada.
Nos movimos del sillón a la mesa de la cocina, y nos sentamos. Mientras ella hacía café, me contaba de lo asustada que estaba. Yo la intentaba calmar con las pocas herramientas que tenía: relativización de las cuestiones, reformulación de las preguntas hasta llegar a un nivel de abstracción absurdo pero tranquilizador, y algún abrazo en el medio. Cuando terminó de servir el café recién hecho y se sentó a la mesa conmigo, le tomé la mano y la acaricié. Le dije que se "veía bien", y que todo iba a mejorar (yo sabía que eso no era cierto, pero lo dije con una confianza casi inverosímil que generó una sonrisa en su cara). Le dí un beso que no intentó esquivar. Agarré su cabeza desde su nuca, y bajé lentamente mi boca por su cuello, rozando suavemente su piel con mi lengua. Sentí que ella vencía su cuerpo al momento.
Nos movimos, nos agarramos de los pelos, y nos golpeamos contra la mesada de la cocina, contra la mesa y la paredes. Nos besamos mordiéndonos. Ella gritó. La empujé contra el sillón y le saqué la tanga. La penetré con mucha fuerza, y ella volvío a gritar. Y me abrazó mucho mas fuerte. Me dolían sus uñas en la espalda, pero no importaba. Sólo entendía que me gritaba "Pendejo de mierda... mas fuerte". Debía ser mejor, debía ser mas grande. El jadeo era cada vez mas desesperado, y yo sólo podía continuar, cada vez mas violento. Levanté la mirada y ví por la ventana como un ejército de ranas se acercaba a la casa. No pude aguantar mas la tensión, y eyaculé dentro suyo, como nunca lo había hecho. Ella no pudo mas, y lloró. Y yo me reí.
Me abroché los pantalones mientras ella estaba en el baño. Dí un vistazo a todo el caos que habíamos generado y salí de la casa, sin saludarla. Ya afuera, en la puerta, no pude darme cuenta por dónde habían desparecido las ranas que ví por la ventana.
En la parada, esperando no recuerdo qué colectivo, para ir a no se dónde, leí la respuesta de mi amigo al mensaje que le había enviado. Tampoco recuerdo que me había escrito, pero sí lo que le terminé contestando: "al mas digno".
Ella se llamaba María y su novio se llamaba Damián. Aunque a nadie le importe.
Ese día me convertí en padre. Y mi hijo se llamó Bruno. Aunque a nadie ya le importe.
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